Me
gusta mirarlo cuando él no me mira. Es ese momento que todos compartimos alguna
vez en nuestra, sana supongo, envidia hacia la gran pantalla. Creo que todos
queremos ser los protagonistas de una pequeña historia alguna vez; una de esas
con flashback y una música chula de fondo que evoque tiempos mejores o
sentimientos de nostalgia. Yo me sumerjo en mi pequeño cortometraje cuando lo
miro, sobre todo cuando lo miro a través de la mesa, colocando sus papeles y
acertando con las teclas del ordenador. Lo miro desde la perspectiva desde la
que lo he mirado muchas veces más y sobre todo lo miro sonriendo al pensar que
son los mismos ojos que un día no querían parar de mirarlo, y ahora tampoco
quieren. Mirarlo no supone una forma de examinarlo, más bien lo contrario: me
examino a mí en mi percepción de él, y por ahora la respuesta ha venido dada
involuntariamente por unos sentimientos que afloran al recordar las tardes de
verano, aquella viveza, ese positivismo que a mí me revivió y siempre
agradeceré. Veo al chico del polo azul marino que ahora lleva jersey y eso me
recuerda el paso del tiempo. Veo que nota que lo estoy mirando y no le importa,
ni siquiera aunque hayamos tenido alguna “peleilla”, porque el tiempo se encarga
de rozar a las personas para que así sean más conscientes de lo que pueden
perder.
Pero
sobre todo me gusta mirarlo porque sé que tarde o temprano va a levantar la
mirada y me va a corresponder, y mientras eso pase y le sigan brillando los
ojos, sabré que el día no ha pasado en balde.
Buenas noches.