Volver a casa resulta siempre una aventura inquietante y misteriosa. Mezcladas las sensaciones de malhumor por tener que coger ese autobús del demonio, la alegría de querer pasear por esas calles "del pueblo" y el desasosiego de no saber muy bien qué te espera allí, bajo del autobús y me pongo en camino. Qué pocas ganas de nada. Ahora toca el trance de los saludos... dos besos, "qué tal, qué tal" y a ser posible a los dos minutos cada uno vuelve a su actividad. Odio ese trance, esas caras y esa impotencia; pero una vez pasados, empiezo a desenvolverme como hacía apenas dos horas: sí, estoy en casa.
Pasado este punto sonrío, saco fuerzas de un pozo sin fondo que aún desconozco, pero al que le debo la vida...y me ilusiono. Hoy te veo. Hoy os veo. Un par de llamadas y tres vueltas "zureando" para hacer hora, conducir (al menos hoy me siento más preparada para examinarme...) y a la ducha.
Salgo a la calle con ganas de ver gente, con ganas de encuentros que hace tiempo que no ocurren; siento hasta la necesidad de pasear para ver esas caras, pero eso sí, después mi café. No quiero fiestas, ni discotecas ni borracheras. Es viernes, quiero sentarme en el rincón del Café de la Glorieta a contarte qué tal ha ido mi semana. Y prontito a casa, que los sábados son largos y ahora estoy cansada de tanto viaje...
¡¡Mañana más!! Más gente, más caras. Mañana te veo sol, mañana. Volarán noticias, secretos y cotilleos. Te quiero tanto...
Por la noche se sale, porque toca. Cervezas, bailes y a ser posible algo de rock para ver llegar la madrugada del domingo... domingo...
sí... el domingo vuelvo a casa.
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